El “Catálogo de Pasajeros a Indias” recoge durante el primer siglo tras
el descubrimiento de América un número inusual, por lo numeroso, de vecinos de
Santa Olalla emigrados al continente americano. Son casi doscientas personas
entre hombres, mujeres y niños, que pertenecen a todos los estamentos sociales:
criados, mozos, hidalgos, bachilleres, un boticario, un labrador, un tejero, un
herrador, un barbero o un licenciado fiscal de audiencia. Y esto teniendo en
cuenta únicamente la emigración legal que recogía la Casa de la Contracción de
Sevilla y que se viene estimando en un cincuenta por ciento. [1]
El primero de todos los santaolalleros emigrados al nuevo continente fue
Pedro de Gálvez el 25 de octubre de 1512.
Entre los más curiosos, Francisco Vázquez
que partió el 14 de noviembre de 1559 a Nicaragua, como uno de los cuatro
hombres que debían acompañar a Juan Sánchez Portero a descubrir el volcán de
Masaya. Los primeros conquistadores españoles creyeron que el volcán era la
“boca del infierno” y esto concedió al lugar un halo de misterio, estos
exploradores escalaron el volcán y lograron acceder al cráter. El líder de la
expedición, Juan Sánchez Portero, dijo: “en cuanto al volcán de Masaya, que en la
disposición que ahora está es una de las cosas dignas de ser vistas que hay en
el mundo, y tengo por cierto que si en tiempo de un Plinio o de otros curiosos
filósofos se oyera la nueva deste volcán se tomaran trabajo de verle”.[2]
También resulta curioso un grupo de seis
franciscanos del Convento de Santa Olalla que zarparon hacia Florida el 16 de
mayo de 1590, fray Juan de Santiago, fray Juan del Castillo, fray Blas
Rodríguez, fray Diego de Valverde y fray Alonso de Reinoso, a los que se unió
fray Andrés Muñoz el 9 de enero de 1593.
Tenemos constancia de diversas donaciones
que desde América realizaron algunos de estos indianos a sus parroquias de
Santa Olalla. Destacan un Cristo y una Virgen Inmaculada de marfil que se
colocaron en el altar mayor de San Julián, así como las múltiples donaciones
que realizó en el siglo XVII el capitán Agustín de Gamboa vinculadas todas ellas
a la Virgen de la Piedad.
Estampa coloreada del Stmo. Cristo de la Caridad - Año 1962 |
Pese a todo lo que antecede, nada sabemos
de quien envió y donó a la Cofradía de la Santa Caridad la imagen del Cristo de
la Caridad. Sabemos que lo hizo antes de 1598 y que la envió desde el actual
Michoacán, en el antiguo virreinato Nueva España en Méjico.
Con la llegada de los españoles a América,
en Michoacán desde mediados del siglo XVI se desarrolló una escuela escultórica
que unía las técnicas indígenas con los estilos artísticos predominantes en la
metrópoli. Entre las técnicas más frecuentes la pasta de yute, las telas
encoladas y la caña de maíz. Tal y como lo definió el agustino fray Matías de
Escobar (Tenerife, 1690 – Michoacán, 1748) “las
imágenes vestían la traza española con el ropaje indiano"[3].
Las órdenes mendicantes, especialmente los franciscanos, vieron como una
oportunidad adaptar, o mejor dicho cristianizar, esta técnica a sus necesidades
evangelizadoras, fray Matías recogió en su obra Americana
Thebaida: “Las mismas cañas que habían
sido y dado materia para la idolatría, esas mismas son hoy materia de que se
hacen devotos Crucifijos, de los cuales creo que se paga tanto el Señor de ver
consagradas aquellas cañas en imágenes suyas que quiere obrar por ellas las
mayores maravillas en prueba de lo mucho que le gustan aquellos soberanos
bultos fabricados de caña”.
Dando como resultado unas imágenes de gran
tamaño, realismo, muy poco peso y un coste muy inferior al que podían alcanzar
las tallas de madera de las escuelas castellanas. Y por estos motivos no solo
se crearon para la evangelización del nuevo continente, desde Michoacán
llegaron a España y especialmente al Arzobispado de Toledo un gran número de
estas imágenes de bulto redondo, fundamentalmente Cristos, que entraban en la
península hasta Sevilla a través de su puerto fluvial en el Guadalquivir.
Como hemos dicho, saber qué persona
concreta envió la imagen del Cristo de Santa Olalla, es todavía un misterio.
Podemos hacer ciertos descartes teniendo en cuenta la fecha, la condición
social y el destino, solo considerando los emigrados a Nueva España. Es
evidente que el indiano (así se conocía a los primeros emigrados a las Indias)
que compró y donó la imagen del Cristo debió ser alguien a quien su nueva vida
le sonrió y quiso enviar a su pueblo natal un regalo, una demostración de
poderío, que indudablemente sorprendió y gustó a los santaolalleros de finales
del siglo XVI.
La imagen de nuestro venerado Cristo de la
Caridad está elaborada mediante la técnica del tatzingüe usada por los indios
Purupechas y posteriormente por los Tarascos, con pasta de caña de maíz o pasta
de Michoacán, sustentada por un armazón. Esta técnica partía de una base de
cañas y hojas secas de maíz que tomaba la forma del esqueleto humano, los
brazos se formaban con tubos de papeles, para las manos se utilizaban cañones
de plumas de ave y solo algunas partes como el rostro se elaboraban con maderas
livianas tropicales habitualmente madera de colorín. Después todo este
esqueleto se revestía de una pasta esponjosa que se modelaba y moldeaba, y que
estaba elaborada con mijo o médula de maíz y bulbos de una orquídea que los
indígenas llamaban tatzingüe. Una vez seco se estucaba con tiza, se pulía, se
encarnaba con aguacola y se policromaba con tintes vegetales naturales.
Finalmente se aplicaba un barniz de aceite de palma.
Nuestra imagen del Cristo de la Caridad cumple todas estas
características, se trata de una escultura de grandes proporciones que
representa a Cristo crucificado. Un Cristo de cabello modelado, con paño de
pureza también modelado pero al que estamos acostumbrados a ver cubierto con diferentes
faldones, especialmente de color rojo en los días de su fiesta.
En cuanto al color de la piel del Cristo hay que decir que actualmente
es negro, pero muy probablemente no tenía esta encarnadura oscura en sus
orígenes. A falta de un estudio más concienzudo de los repintes de la imagen,
podemos suponer que antes de 1936 la imagen ya estaba oscurecida por el paso
del tiempo y el humo de las velas, los destrozos sufridos en ese primer año de
la Guerra Civil y su rápida restauración llevarían a que se mantuviera y
unificara la imagen este color oscuro con el que tradicionalmente la habían
conocido todos.
Su cruz original debía ser sencilla, formada simplemente por dos
tablones lisos. La cruz actual es de madera teñida de verde y está decorada con
espejos y apliques de pan de oro, es de estilo rococó y fue elaborada, ya en
España, en 1694. Ha perdido la tablilla con el anagrama INRI, que si tuvo hasta
los años 70 del pasado siglo.
Las andas que sostienen la cruz, formando un calvario de tres peldaños,
son mismo estilo que ésta, pero se elaboraron siete años después en 1701.
En 1782 se hace
nueva la corona de espinas del Cristo y se restaura toda su efigie.
El Cristo lleva potencias de plata de 1918, tienen grabada una
inscripción que dice “Regalo al Santísimo
Cristo de la Caridad en 1918 / por E. G de A”, abreviaturas de “Elisa Gómez de Agüero”.
La catalogación del Cristo de la Caridad de Santa Olalla como “obra ligera en caña de maíz”, ha sido
corroborada por quien es el mayor experto internacional en este tipo de
imágenes, el profesor canario Pablo Francisco Amador Marrero que ya la presentó
en el I Congreso Internacional de Escultura Virreinal celebrado en la Ciudad de
Oaxaca (México) en octubre del 2008. Este profesor asegura que Santa Olalla
contó con otro Crucificado de caña de maíz que desapareció durante la Guerra
Civil.
[1] LÓPEZ MUÑOZ, Josué: El Cristo de la Caridad, un Cristo Mexicano.
Revista de las Fiestas de Verano de Santa Olalla en honor del Stmo. Cristo de
la Caridad. (Ayuntamiento de Santa Olalla y Hermandad del Stmo. Cristo de la
Caridad. Santa Olalla, julio de 2024). Pág. 23.
[2] SÁNCHEZ PORTERO, Juan: Relación de su entrada al volcán de Masaya (Nicaragua)
y de sus servicios en otras regiones de las Indias.
[3] AMADOR
MARRERO, Pablo Francisco: Puntualizaciones sobre la
imaginería "tarasca" en España. (Anales del Museo de América. Madrid,
1999). Pág. 158.
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